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- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 2006-05-03 | [Questo testo si dovrebbe leggere in espanol] | Inserito da Valeria Pintea
Cuando ya eso se habĂa vuelto insoportable -una vez al atardecer, en noviembre-, y yo me deslizaba sobre la estrecha alfombra de mi pieza como en una pista, estremecido por el aspecto de la calle iluminada me di vuelta otra vez, y en lo hondo de la pieza, en el fondo del espejo, encontrĂ© no obstante un nuevo objetivo, y gritĂ©, solamente por oĂr el grito al que nada responde y al que tampoco nada le sustrae la fuerza de grito, que por lo tanto sube sin contrapeso y no puede cesar aunque enmudezca; entonces desde la pared se abriĂł la puerta hacia afuera asĂ de rápido porque la prisa era, ciertamente, necesaria, e incluso vi los caballos de los coches abajo, en el pavimento, se levantaron como potros que, habiendo expuesto los cuellos, se hubiesen enfurecido en la batalla.
Cual pequeño fantasma, corriĂł una niña desde el pasillo completamente oscuro, en el que todavĂa no alumbraba la lámpara, y se quedĂł en puntas de pie sobre una tabla del piso, la cual se balanceaba levemente encandilada en seguida por la penumbra de la pieza, quiso ocultar rápidamente la cara entre las manos, pero de repente se calmĂł al mirar hacia la ventana, ante cuya cruz el vaho de la calle se inmovilizĂł por fin bajo la oscuridad. Apoyando el codo en la pared de la pieza, se quedĂł erguida ante la puerta abierta y dejĂł que la corriente de aire que venĂa de afuera se moviese a lo largo de las articulaciones de los pies, tambiĂ©n del cuello, tambiĂ©n de las sienes. MirĂ© un poco en esa direcciĂłn, despuĂ©s dije: “buenas tardes”, y tomĂ© mi chaqueta de la pantalla de la estufa, porque no querĂa estarme allĂ parado, asĂ, a medio vestir. Durante un ratito mantuve la boca abierta para que la excitaciĂłn me abandonase por la boca. TenĂa la saliva pesada; en la cara me temblaban las pestañas. No me faltaba sino justamente esta visita, esperada por cierto. La niña estaba todavĂa parada contra la pared en el mismo lugar; apretaba la mano derecha contra aquĂ©lla, y, con las mejillas encendidas, no le molestaba que la pared pintada de blanco fuese ásperamente granulada y raspase las puntas de sus dedos. Le dije: —¿Es a mĂ realmente a quiĂ©n quiere ver? ÂżNo es una equivocaciĂłn? Nada más fácil que equivocarse en esta enorme casa. Yo me llamo asĂ y asá; vivo en el tercer piso. ÂżSoy entonces yo a quiĂ©n usted desea visitar? —¡Calma, calma! —dijo la niña por sobre el hombro—; ya todo está bien. —Entonces entre más en la pieza. Yo querrĂa cerrar la puerta. —Acabo justamente de cerrar la puerta. No se moleste. Por sobre todo, tranquilĂcese. —¡Ni hablar de molestias! Pero en este corredor vive un montĂłn de gente. Naturalmente todos son conocidos mĂos. La mayorĂa viene ahora de sus ocupaciones. Si oyen hablar en una pieza creen simplemente tener el derecho de abrir y mirar quĂ© pasa. Ya ocurriĂł una vez. Esta gente ya ha terninado su trabajo diario; Âża quiĂ©n soportarĂan en su provisoria libertad nocturna? Por lo demás, usted tambiĂ©n ya lo sabe. DĂ©jeme cerrar la puerta. —¿Pero quĂ© ocurre? ÂżQuĂ© le pasa? Por mĂ, puede entrar toda la casa. Y le recuerdo; ya he cerrado la puerta; crĂ©alo. ÂżSolamente usted puede cerrar las puertas? —Está bien, entonces. Más no quiero. De ninguna manera tendrĂa que haber cerrado con la llave. Y ahora, ya que está aquĂ, pĂłngase cĂłmoda; usted es mi huĂ©sped. Tenga plena confianza en mĂ. Lo Ăşnico importante es que no tema ponerse a sus anchas. No la obligarĂ© a quedarse ni a irse. ÂżEs que hace falta decĂrselo? ÂżTan mal me conoce? —No. En realidad no tendrĂa que haberlo dicho. Más todavĂa: no deberĂa haberlo dicho. Soy una niña; Âżpor quĂ© molestarse tanto por mĂ? —¡No es para tanto! Naturalmente, una niña. Pero tampoco es usted tan pequeña. Ya está bien crecidita. Si fuese una chica no habrĂa podido encerrarse, asĂ no más, conmigo en una pieza. —Por eso no tenemos que preocuparnos. Solamente querĂa decir: no me sirve de mucho conocerle tan bien; sĂłlo le ahorra a usted el esfuerzo de fingir un poco ante mĂ. De todos modos, no me venga con cumplidos. Dejemos eso, se lo pido, dejĂ©moslo. Y a esto hay que agregar que no le conozco en cualquier lugar y siempre, y de ninguna manera en esta oscuridad. SerĂa mucho mejor que encendiese la luz. No. Mejor no. De todos modos, seguirĂ© teniendo en cuenta que ya me ha amenazado. —¿CĂłmo? ÂżYo la amenacĂ©? ¡Pero por favor! ¡Estoy tan contento de que por fin estĂ© aquĂ! Digo "por fin" porque ya es tan tarde. No puedo entender por quĂ© vino tan tarde. Además es posible que por la alegrĂa haya hablado tan incongruentemente, y que usted lo haya interpretado justamente de esa manera. Concedo diez veces que he hablado asĂ. SĂ. La amenacĂ© con todo lo que quiera. Una cosa: por el amor de Dios, ¡no discutamos! ÂżPero, cĂłmo pudo creerlo? ÂżCĂłmo pudo ofenderme asĂ? ÂżPor quĂ© quiere arruinarme a la fuerza este pequeño momentito de presencia suya aquĂ? Un extraño serĂa más complaciente que usted. —Lo creo. Eso no fue ninguna genialidad. Por naturaleza estoy tan cerca de usted cuanto un extraño pueda complacerle. TambiĂ©n usted lo sabe. ÂżA quĂ© entonces esa tristeza? Diga mejor que está haciendo teatro y me voy al instante. —¿AsĂ? ÂżTambiĂ©n esto se atreve a decirme? Usted es un poco audaz. ¡En definitiva está en mi pieza! Se frota los dedos como loca en mi pared. ¡Mi pieza, mi pared! Además, lo que dice es ridĂculo, no sĂłlo insolente. Dice que su naturaleza la fuerza a hablarme de esta forma. Su naturaleza es la mĂa, y si yo por naturaleza me comporto amablemente con usted, tampoco usted tiene derecho a obrar de otra manera. —¿Es esto amable? —Hablo de antes. —¿Sabe usted cĂłmo serĂ© despuĂ©s? —Nada sĂ© yo. Y me dirigĂ a la mesa de luz, en la que encendĂ una vela. Por aquel entonces no tenĂa en mi pieza luz elĂ©ctrica ni gas. DespuĂ©s me sentĂ© un rato a la mesa, hasta que tambiĂ©n de eso me cansĂ©. Me puse el sobretodo; tomĂ© el sombrero que estaba en el sofá, y de un soplo apaguĂ© la vela. Al salir me tropecĂ© con la pata de un sillĂłn. En la escalera me encontrĂ© con un inquilino del mismo piso. —¿Ya sale usted otra vez, bandido? -preguntĂł, descansando sobre sus piernas bien abiertas sobre dos escalones. —¿QuĂ© puedo hacer? —dije—. Acabo de recibir a un fantasma en mi pieza. —Lo dice con el mismo descontento que si hubiese encontrado un pelo en la sopa. —Usted bromea. Pero tenga en cuenta que un fantasma es un fantasma. —Muy cierto: Âżpero cĂłmo, si uno no cree absolutamente en fantasmas? —¡Ajá! ÂżEs que piensa usted que yo creo en fantasmas? ÂżPero de quĂ© me sirve este no creer? —Muy simple. Lo que debe hacer es no tener más miedo si un fantasma viene realmente a su pieza. —SĂ. Pero es que Ă©se es el miedo secundario. El verdadero miedo es el miedo a la causa de la apariciĂłn. Y este miedo permanece, y lo tengo en gran forma dentro de mĂ. De pura nerviosidad, empecĂ© a registrar todos mis bolsillos. —Ya que no tiene miedo de la apariciĂłn como tal, habrĂa debido preguntarle tranquilamente por la causa de su venida. —Evidentemente, usted todavĂa nunca ha hablado con fantasmas; jamás se puede obtener de ellos una informaciĂłn clara. Eso es un de aquĂ para allá. Estos fantasmas parecen dudar más que nosotros de su existencia, cosa que por lo demás, dada su fragilidad, no es de extrañar. —Pero yo he oĂdo decir que se los puede seducir. —En ese punto está bien informado. Se puede. ÂżPero quiĂ©n lo va a hacer? —¿Por quĂ© no? Si es un fantasma femenino, por ejemplo —dijo, y subiĂł otro escalĂłn. —¡Ah, sĂ... ! —dije—, pero aĂşn asĂ no vale la pena. RecapacitĂ©. Mi vecino estaba ya tan alto que para verme tenĂa que agacharse por debajo de una arcada de la escalera. —Pero no obstante -gritĂ©-, si usted ahĂ arriba me quita mi fantasma, rompemos relaciones para siempre. —¡Pero si fue solamente una broma! —dijo, y retirĂł la cabeza. —Entonces está bien —dije. Y ahora si que, a decir verdad, podrĂa haber salido tranquilamente a pasear; pero como me sentĂ tan desolado preferĂ subir, y me echĂ© a dormir.
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